La luz del afecto iluminó los recuerdos y las nostalgias
de los bosques del África de mi pasado
y no acabé de saber si la evocación engañaba a mis sentidos
o si estos se mofaban de mi amor a la selva,
a la atmósfera espesa de aquel tiempo
cuando respiré sus perfumes.
La luz de la luna llenó el aire de oscuridad clara.
Escuché –como siempre- los mismos sonidos de todas las noches
y vi las idénticas ramas, de los árboles milenarios perpetuos,
recortadas en un cielo oscuro de sombras con luces.
Quise dormir, pero mis ojos se negaron a cerrarse;
mis oídos no quisieron dejar de estar atentos a mil y un ruidos.
No podía dejar de aspirar los aromas penetrantes de los bosques,
ni de las flores…
Llené mi cuerpo de un último aliento de vida
y mi ánimo exaltado voló por encima de los tiempos
al encuentro de los muertos
que esperaban atentos la venida de un mesías africano.
Cuando vieron que era yo,
unos rieron; otros lloraron.
-¿Un hombre blanco? -dijeron.
Miré hacia dentro.
¡Hasta dónde había llegado mi jactancia!
Experimenté sentimientos de ridículo…
Se fue la luna.
Las carcajadas y los lloros cesaron.
El cielo oscuro, desapareció.
El silencio se hizo eterno.
Lancé un suspiro de alivio
y un millón de lágrimas brotaron de mi alma.